Muy jugosas y de sabor agridulce, son preferiblemente consumibles entre agosto y septiembre (con un límite máximo de conservación de 10 días), y tienen numerosos beneficios para la salud y el bienestar.
En primer lugar, contienen un alto contenido en vitaminas A, B y C, esta última en mayor cantidad incluso que en los cítricos. Las vitaminas A y C evitan en cierta medida las infecciones respiratorias y problemas de la piel, y B le otorga propiedades de protección de los tejidos y prevención de la diabetes.
También son ricas en minerales (fósforo, magnesio, calcio, hierro y potasio) y en flavonoides, sustancias que ayudan a reducir la tensión sanguínea elevada y mejoran la salud cardiovascular, además de tener propiedades antitumorales.
Su valor calórico es muy bajo, ya que apenas aportan 48 calorías por 100 gramos, siendo unas grandes aliadas del tránsito intestinal gracias a la gran cantidad de fibra que contienen.
Protegen los vasos sanguíneos más pequeños, previenen enfermedades degenerativas de la visión y, aplicadas sobre la piel, son astringentes y antisépticas, reduciendo el dolor y evitando las ampollas en quemaduras.
El ácido málico que contienen estimula el metabolismo y la producción de energía. Además de todo esto, ayudan a eliminar el ácido úrico, poseen propiedades diuréticas y son buenas contra la anemia y la artritis.
Como única precaución a tener en cuenta, aunque las grosellas no son tóxicas, pueden provocar en ocasiones acidez de estómago en personas propensas a padecerlo. También debe tenerse especial cuidado a la hora de recolectar las silvestres, pues hay multitud de bayas muy parecidas a éstas que pueden resultar tóxicas.